Tan importante como reducir el déficit fiscal y terminar con la inflación es otorgar previsiones legales a quienes están interesados en invertir en el país.
Seguridad jurídica, clave para atraer inversiones.
Aun en su versión en miniatura respecto de su extensión original, la aprobación de la Ley Bases puede ser un hito. Luego de un semestre de idas y venidas legislativas, entre impericias y egos, sería una muestra de que el Gobierno pudo ser capaz de accionar políticamente.
No es un dato menor. Para dar el paso siguiente al fuerte ajuste ejecutado, es menester crear el marco jurídico para promover la inversión, una señal que se condensa en un concepto: seguridad jurídica.
Hay un capítulo del proyecto de ley que justamente concentra sus esfuerzos en esta materia crítica. Si bien replica algunas soluciones que no resultaron tan oportunas en la década del 90, en términos generales, lo que se conoce como Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) es un buen intento por sentar las bases para la inversión futura, especialmente en áreas que requieren de capitales importantes.
Hay dos tipos de problemas que son imperdonables en política. Uno es el autoinfligido; otro es el que se agranda a resultas de la procrastinación, esa tendencia a creer que la mano invisible, sea del tiempo o del mercado, es capaz de resolverlos. Típica falacia de la imaginación o de la confianza en el absurdo del mesianismo.
Son precisamente problemas de esta índole los que están sembrando dudas en la mirada de cualquier inversor, en dos sectores que son centrales para la ansiada recuperación económica: minería y energía.
En el caso de la energía, todo remite a una sentencia que, cual espada de Damocles, pende sobre las finanzas del país desde el año pasado. Se trata del juicio que costaría más de 16.000 millones de dólares a todos los argentinos, resultado de la torpeza del gobierno kirchnerista, que creyó encontrar en la estatización arbitraria y mal ejecutada de la empresa de energía más grande del país, YPF, una tangente para evitar honrar lo estipulado en los estatutos de la empresa.
Hasta hoy, la Argentina está técnicamente en default. Si bien apeló, lo cierto y concreto es que la sentencia ya es ejecutable. Y lo es en un ámbito judicial adverso, política y jurídicamente.
Nos encontramos ante una jueza que condenó el comportamiento de las autoridades argentinas de aquel entonces en duros términos, para concluir con una sentencia que pone en jaque todo el esfuerzo fiscal realizado durante estos meses.
No solo eso: dicho juzgado empezó interpretando la cláusula pari passu de modo originalmente adverso al país; siguió luego exigiendo las acciones del Estado en YPF como garantía para frenar la ejecución y ahora analiza aplicar en contra el principio del alter ego, lo que podría poner en riesgo no solo a YPF, sino a todas las empresas argentinas que tengan un punto de contacto con el Estado.
El asunto es grave de gravedad absoluta. Lo más llamativo es que, aun siendo uno de los problemas centrales en la agenda de cualquier gobierno, todo lo que se hizo hasta acá fue ignorarlo. Y como todo problema que no se atiende, fue creciendo como una hidra. Se podrá decir, con razón, que hay muchas otras urgencias que atender. El punto es que para un país que necesita integrarse al mundo para atraer inversiones, lo menos conveniente es estar en default por una sentencia incumplida.
Que quede claro: no estamos auspiciando ni dejar de litigar con todos los recursos disponibles ni tampoco proponer un acuerdo transaccional. Estamos marcando que el asunto es tan grande y grave que no puede ser escondido debajo de la alfombra.
Con una sentencia que ya es ejecutable, por lo pronto se podría poner como condición pública, incluso en algún momento con un pedido formal a la jueza Loretta Preska, que cualquier pago que deba realizar la Argentina como consecuencia de este juicio, no podría tener como destino directo o indirecto ni a la familia Eskenazi ni a quiénes tomaron las pésimas decisiones de gobierno que, lamentablemente, terminaron con este costoso papelón.
El segundo problema es autoinfligido. Al principio, la muletilla del gobierno fue no negociar, y terminó en un fracaso rotundo que se pretendió transfigurar en triunfo político. Pero aprendió y negoció. En algunos casos mal, como lo muestra el cambio que puede tener un impacto severamente adverso en la minería, el otro motor, junto con la energía, que se espera que pueda apuntalar la recuperación, participando en las ventajas que ofrecería el RIGI.
La minería es uno de los pocos sectores de la economía del país que tuvieron estabilidad jurídica, lo que favoreció su desarrollo aun en tiempos adversos. Salvo alguna intervención torpe en tiempos de Eduardo Duhalde como presidente, desde 1999 gozó de estabilidad fiscal que puso un tope de 3% a las regalías que se podrían cobrar durante la vigencia de un proyecto. A pedido de algún senador que vaya uno a saber los intereses que estaría representando o el propósito incongruente que estaría buscando, el RIGI vendría a modificar la vieja ley de inversiones mineras, subiendo del 3% al 5% las regalías.
El Gobierno que dijo que se cortaría las manos antes de aumentar un impuesto es el mismo que genera un tembladeral en un sector que estaría a punto de comprometer inversiones millonarias, que asume riesgos de magnitud por retornos igual de cuantiosos, pero lo hace sobre la base de lo que debería ser un tótem tan importante como el equilibrio fiscal o la lucha contra la inflación: la seguridad jurídica.
Al gobernar se cometen errores y se buscan aciertos. Por el bien de todos los argentinos, esperemos que los primeros no empiecen a empañar gravemente a los segundos.
Fuente: LN