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La mujer era empleada de una estación de servicio y sus jefes no accedieron al pedido que les hizo para cambiar de vestimenta pese a que era la única mujer del plantel y se sentía “incómoda” por el acoso del que era objeto.

La Corte provincial de Mendoza dictó sentencia en favor de una joven de la localidad de Guaymallén a la que sus empleadores, dueños y encargados de una estación de servicio, la obligaron a usar calzas ajustadas de un talle menor al suyo pese a los pedidos realizados por ella para cambiar esa vestimenta.

La patronal deberá indemnizarla por daño moral y por la suma de 150 mil pesos.

El máximo tribunal provincial fundamentó su fallo considerando el caso dentro de las leyes de protección de la mujer y los tratados internacionales referidos a la violencia de género, advirtiendo que en este caso existió un trato discriminatorio, ya que la empresa, al usar diferentes uniformes para los hombres impuso “un estereotipo patriarcal tendiente a visualizar a la mujer destacando su cuerpo como instrumento”, ya que “la imposición de vestimenta claramente sexista importa una cosificación y degradación del cuerpo”.

En setiembre de 2012, F. V., comenzó a trabajar en una estación de servicios ubicada en la calle Bandera de los Andes al 2700 de Guaymallén donde cargaba nafta y gas, limpiaba vidrios y promocionaba un sistema de puntos y premios.

El uniforme de trabajo era una calza, una remera y una gorra. Ella comenzó a pedirle a sus jefes un pantalón de talle 38 de corte de mujer y la respuesta del encargado siempre fue: “…y, no sé”.

EL TALLE

La calza en cuestión era talle “S” (small), pequeño, ajustado para su cuerpo. A ella la incomodaba porque era la única mujer que trabaja en la estación de servicios y el lugar era “transitado por muchos hombres que iban a la feria y habitualmente debía enfrentarse a situaciones en que le dirigían frases de tenor inapropiado relativas a su contextura física”.

La situación la hacía sentir “incómoda y afectada en su sentido del pudor dado que en su vida privada ella no tenía el hábito de vestir calzas”.

En una ocasión, aprovechando que se renovó la indumentaria de sus compañeros y a ella no le dieron ropa nueva, consiguió que un empleado le diera un pantalón de hombre que empezó a usar.

Pero en junio de 2013 se le notificó un apercibimiento por haber sido advertida en reiteradas oportunidades del uso del uniforme completo obligatorio.

En octubre de 2013 le dieron un una calza nueva y ella solicitó un pantalón. En noviembre la suspendieron por 3 días por no ir a trabajar con el uniforme reglamentario.

Cuando se reintegró, lo hizo con el pantalón de hombre y a la media hora le dijeron que si no se ponía la calza, que se fuera.

Al día siguiente la empleada faltó porque se sentía mal de ánimo y envió un telegrama, impugnando la sanción disciplinaria de suspensión, solicitando su supresión y los salarios caídos.

En ese momento comenzó un cruce de cartas documentos en la que explicó que “la utilización de otro tipo de uniforme responde también a cuestiones de seguridad y conveniencia porque manejo dinero que me es dado en pago y al carecer las calzas de bolsillo, no tengo dónde guardarlo ni cómo ejercer cómodamente su custodia”.

Luego de considerarse “gravemente injuriada y despedida por exclusiva culpa de la patronal”, advirtió trato discriminatorio e inició una demanda laboral. La misma resultó favorable a la empleada por la suma de $ 42.094 e intereses por $155.918, pero no se consideró que el despido fuese discriminatorio.

No conforme con ello la mujer llevó el caso hasta la Corte provincial. El máximo tribunal provincial – conformado por José Valerio, Mario Adaro y Omar Palermo- falló a favor de la empleada indicando que también deberán indemnizar a la mujer “por el rubro daño moral”, por la suma de $ 150.0002″.

FUNDAMENTOS

A la hora de fundamentar el fallo el juez Valerio dijo: “Estamos en presencia de un despido que es susceptible de ser calificado como discriminatorio”, advirtiendo que “existió un conflicto entre la actora y su empleadora en torno al uso del uniforme reglamentario de la empresa. El motivo de disputa pasa por el hecho de que a la accionante, se la obligaba a usar unas calzas en contra de su sentido del pudor y debía soportar frases inapropiadas de los transeúntes varones”.

Por su parte el juez Adaro sostiene que “cualquier tipo de violencia ejercida sobre la mujer, en cualquier ámbito –incluido el laboral-, atenta no solamente al derecho a la igualdad y a la no discriminación, sino también al referido derecho a la dignidad y a la integridad humana”.

En relación al caso, apuntó que “la clave está en determinar que la limitación impuesta por la empleadora era dirigida sólo a la trabajadora por su condición de mujer evidenciando una clara discriminación por razón de sexo, sin otra justificación objetiva y razonable de su decisión”.

“El hecho de haber determinado qué vestimentas eran para varones y cuáles para mujeres tal como fue notificado en nota dirigida a la trabajadora implica desde ya un estereotipo patriarcal tendiente a visualizar a la mujer destacando su cuerpo como instrumento. La imposición de vestimenta claramente sexista importa una cosificación y degradación del cuerpo de F. V”, sostuvo Adaro.

Por último, el juez Palermo afirma que “el desarrollo de la problemática de las mujeres y la desigualdad, en los últimos años, nos ha permitido advertir la invisibilización de prácticas basadas en estereotipos, que resultan discriminatorias. Se impone entonces, una atención mayor para la persona que debe juzgar, alertada de que ciertas desigualdades pueden pasar desapercibidas, para el sistema de justicia”.

Para este magistrado, F. V. sufrió un contexto de violencia y discriminación en su trabajo por su condición de mujer, en tanto fue obligada a usar calzas que afectaban su pudor y su dignidad.

Además sufrió un trato desigual y discriminatorio en relación a sus compañeros varones a los cuales se les permitía usar el pantalón con bolsillos más apropiado y seguro para el desarrollo de las tareas que a ella se le negó por la única razón de ser mujer.

 

 

Fuente: La voz