Las energías renovables requieren de gran cantidad de metales y de tierras raras cuya extracción produce una contaminación del suelo muy superior a la de los combustibles fósiles
Hubo un tiempo en el que Linfen fue la ciudad más contaminada del mundo. La razón salta a la vista: se encuentra en pleno “cinturón del carbón” de China. La extracción del mineral, que ha propulsado el milagro económico del gigante asiático en las montañas que abrazan la localidad, hizo que el aire de Linfen se pudiese mascar. A pesar de que este oro negro continúa aportando más de la mitad de las necesidades energéticas del país, que será durante mucho tiempo el principal emisor de gases contaminantes a la atmósfera, la segunda potencia mundial ha iniciado una ambiciosa transformación industrial en la que adquieren especial relevancia las energías renovables y la movilidad limpia.
China tiene una gran ventaja a la hora de llevar a cabo su transición hacia este mundo naciente: es el mayor productor de metales y de tierras raras del planeta, medio centenar de elementos (concretamente, 30 y 17 respectivamente) poco conocidos que, sin embargo, son vitales para la consecución de la revolución verde y digital. No obstante, verde no es un color que predomine mucho en Baotou, una ciudad ocre de la provincia de Mongolia Interior que se conoce ya como el Silicon Valley de las tierras raras.
Sus rascacielos pueden resultar deslumbrantes para ese visitante que jamás había oído hablar de la localidad y que se encuentra frente a una vibrante metrópolis de casi tres millones de habitantes. En los alrededores, sin embargo, la realidad es muy diferente. Las minas de las que se extraen los nuevos metales preciosos -el rodio se cotiza ya a cinco veces el precio del oro- se han convertido en una fuente de contaminación cada vez más grave: agujeros gigantescos, lagos putrefactos y pueblos del cáncer son las consecuencias pocas veces mencionadas de una industria que destruye materias primas a mayor velocidad que los combustibles fósiles tradicionales.
Las carreteras están tomadas por camiones pesados que van y vienen cargados de tierra y rocas, y la superficie desértica está horadada por gigantescos cráteres aquí y allá. Pero es imposible acercarse a las empresas mineras. Su personal enseguida sale al encuentro de los periodistas para echarlos de los aledaños, con amenazas poco veladas que suben de tono cuando ven las cámaras. Algunas de estas minas no tienen permiso y operan de forma ilegal, lo mismo que sucede al sur, en la provincia de Jiangxi, donde el Gobierno estima que recuperar el territorio dañado por las explotaciones ilegales costará hasta 5.500 millones de dólares.
Guillaume Pitron, autor de La guerra de los metales raros
El elevado daño que provoca la extracción de estos materiales se debe a que aparecen en cantidades muy pequeñas y habitualmente mezclados con otros. Así, es necesario purificar hasta 200 toneladas de mineral para obtener un kilo de lutecio, el metal más raro. Lo explica a fondo en La guerra de los metales raros (Península Atalaya, 2019) el periodista francés Guillaume Pitron, que ha dedicado un lustro a revelar el lado oscuro de lo que denomina “capitalismo verde”: un modelo que sustituye las emisiones de gases nocivos gracias al uso de aparatos eléctricos y a la generación de energías renovables por una preocupante contaminación en las zonas ricas en estos materiales indispensables para su fabricación.
O sea que, por ejemplo, los paneles solares generan energía sin emitir CO2 y los vehículos eléctricos no contaminan el entorno por el que se mueven, pero las materias necesarias para su producción destrozan el medio ambiente de los lugares en los que se extraen. Incluso más que el carbón o el petróleo. “En el curso de los próximos treinta años, deberemos extraer más minerales metalíferos de los que la humanidad ha extraído en 70.000 años”, escribe Pitron.
El periodista galo subraya que, al igual que sucedió con la máquina de vapor primero y con el motor térmico después, la nueva revolución verde también se basa en la explotación de materias primas que muchos denominan ya el próximo petróleo. “Podríamos tener esas minas para extraer los metales en Europa, pero no las queremos porque rechazamos la contaminación que provocan. Así que, lo que hacemos es deslocalizar esa polución al otro lado del mundo, a zonas a las que nadie va. Borramos la contaminación de nuestros ojos, y eso impide que surja un debate sobre lo que esconden las energías limpias”, comenta Pitron en una entrevista con EL PAÍS.
Laura Villadiego, periodista del colectivo Carro de Combate, que investiga los impactos del consumo, es de una opinión similar. “El problema es que el término “limpio” se entiende de formas muy diferentes y depende de cuál sea la prioridad. Ahora es la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, y no tanto la preservación, por ejemplo, de ecosistemas. Las energías renovables cumplen su función en esa reducción de emisiones si lo comparamos con energías fósiles. Pero efectivamente, requieren de una gran cantidad de materias primas cuya extracción se está realizando con un alto coste medioambiental”.
Villadiego avanza que el impacto en el medio ambiente de la industria “verde” dependerá de las leyes que regulen la extracción de las materias primas que requiere. “Hay tanta obsesión con impulsar las energías renovables que, para satisfacer esa demanda, probablemente veamos una expansión de la industria sin demasiado control”, comenta. Desafortunadamente, ambos periodistas coinciden en señalar que, aunque los minerales son reciclables, de momento ese laborioso proceso no es económicamente viable.
Pitron pone el ejemplo de un científico japonés, que descubrió que, aunque el archipiélago no cuenta con yacimientos de metales o de tierras raras, se podrían extraer toneladas de los aparatos usados. El problema es que resulta mucho más caro que sacarlos de la tierra. “Se ha estado hablando décadas sobre este reciclaje, pero lo cierto es que en 2020 se recupera la misma cantidad que hace diez años, menos del 1%. Muy poco si tenemos en cuenta que se podría reciclar en torno al 50% de materias como el cobalto. La tecnología la tenemos, es un problema de precio”, señala el autor parisino.
Como sucede con los combustibles fósiles, los metales y las tierras raras van a crear nuevas relaciones globales de poder. Teniendo en cuenta que, en muchos de los casos, China controla más del 90% de su producción, Pitron afirma que el mundo se ha arrojado “a las fauces del dragón chino”. Pekín es la OPEP del siglo XXI y puede abrir o cerrar el grifo de estas materias respondiendo a intereses políticos y económicos. “China quiere subir peldaños en la escala de valor. No quiere vender los minerales en bruto, sino los metales ya procesados o los imanes. O sea, los productos finales”, explica Pitron.
Es parte de la estrategia recogida en el polémico programa “Made in China 2025”, diseñado para convertir al gigante asiático en una potencia tecnológica. El problema, señalan empresas y gobiernos, es que trate de lograrlo a costa del resto del mundo, haciendo valer la hegemonía en el control de los metales y las tierras raras. “El mundo no reacciona porque la mayoría de la población no es consciente de esta coyuntura crítica. Además, las soluciones pueden ser políticamente incorrectas”, incide Pitron.
No en vano, entre esas soluciones se encuentra la reapertura de minas. “Países como Japón o Francia comienzan a preocuparse por esa dependencia de China, y se han llevado a cabo iniciativas como la Alianza Europea de Baterías, establecida en 2017 para producir el litio que necesitamos en países como Portugal, que tiene grandes reservas”, cuenta Pitron. En Estados Unidos están más concienciados porque estos materiales son vitales para la industria de defensa. El Pentágono quiere reabrir minas locales e instalaciones de refinado para ser independientes de China y preservar la seguridad nacional. No obstante, solo hay una mina de tierras raras operativa en la superpotencia americana, la del condado de San Bernardino, que se declaró en bancarrota en 2016 y reabrió en 2018. Y, como explicó el LA Times en un reportaje, envía a China el material en bruto para su procesamiento.
El futuro se presenta oscuro. Villadiego no es optimista. “Creo que la única solución posible es reducir de forma significativa nuestro consumo. Y no creo que lo vayamos a hacer de forma planeada y ordenada, sino que serán las propias circunstancias las que nos obligarán a ello cuando ya no podamos afrontar ni la escasez de recursos ni las consecuencias de la emergencia climática. Y será, claro, más doloroso para todos que si aceptáramos desde ya que no podemos seguir con el consumo de recursos que tenemos actualmente y planeáramos la transición”, avanza.
Pitron concuerda: “Es muy difícil cambiar la forma en la que consume la gente, que no quiere cambiar su forma de vida. Además, el sistema está basado en un crecimiento constante, porque el decrecimiento tendría un impacto enorme en el empleo y la economía y no es compatible con la democracia”. No obstante, el periodista francés concluye con una nota más optimista. “La única solución realista que veo es la economía circular, de forma que el crecimiento económico no sea proporcional al incremento en el uso de materias primas y de energía. Eso nos permitirá continuar creciendo a la vez que preservamos el planeta”, sentencia esperanzado.